Cuando era niña, Jacqueline, cuyo nombre real era Bessie, deseaba sólo una cosa: volar muy alto. Aquélla era su manera de huir de una realidad marcada por la miseria y la obligación de ponerse a trabajar a los 6 años de edad en su Florida natal.
Mirando al cielo, imaginaba cómo sería ver la vida desde las alturas, lejos de un mundo que no parecía estar hecho para ella. Y aquel sueño acabó por hacerse realidad, a una velocidad supersónica.
Después de ganarse la vida como peluquera y de crear su compañía de cosméticos, en 1930 y gracias a la fortuna de su segundo marido, un productor de Hollywood, aprendió a pilotar un avión en tres semanas, Jacqueline -que se cambió el nombre que le pusieron sus padres para intentar borrar su amargo pasado- tenía 24 años y muy pronto sintió que el avión era una parte más de ella misma. Estaba hecha para volar.
En 1935, empezó a competir en carreras aéreas con otra aviadora legendaria, Amelia Earhart; en 1937, fue la única mujer en participar y ganar la prueba aérea más importante de EEUU, la Bendix Race; y en 1938, consiguió el título de mejor mujer piloto americana, después de establecer un nuevo récord transcontinental y de altitud, superando incluso las marcas de sus compañeros masculinos.
Participó en la Segunda Guerra Mundial y fue responsable de la creación de la división aérea femenina de su país y, después de la contienda bélica, realizó su mayor hazaña: ser la primera persona en romper la barrera del sonido. Fue el 18 de mayo de 1953, en California. Jackie voló con un jet Canadair F-86 Sabre a una velocidad promedio de 1.049 kilómetros por hora. También fue la pionera en sobrevolar con un jet de motor a reacción el océano Atlántico, en despegar y aterrizar de un portaaviones y en ascender a 20.000 pies de altura con una máscara de oxígeno, convirtiéndose en la piloto más destacada de la historia.
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