Cada mañana que pasaba delante del escaparate de la juguetería, sólo tenía ojos para aquel muñeco de madera que parecía saludarlo a él. Era lo que más deseaba en el mundo, pero era carísimo. Un día, el dueño de la tienda lo vio, como siempre, con la nariz pegada la cristal y le preguntó qué le gustaba tanto. Él sintió mucha vergüenza y salió corriendo. En las siguientes semanas cambió su itinerario habitual y, cuando volvió a pararse ante la juguetería, el muñeco ya no estaba allí. Jamás podría tenerlo entre sus manos.
Pasaron los años y un día que, por casualidad, volvió a pasarse por las calles de su barrio, vio a un niño que, como él de pequeño, miraba con ilusión un muñeco en el mismo escaparate. Sin pensarlo dos veces, entró en la tienda y lo compró pero, al salir, el pequeño había desaparecido. Una tarde, al llegar a su casa, se encontró con la mirada intensa del muñeco y aquello le trasladó de nuevo a la infancia. Fue como ver cumplido su mayor deseo. Sin haberse dado cuenta, al intentar hacer una buena obra comprándole al niño su juguete preferido, había acabado regalándose a sí mismo un objeto que representaba el recuerdo más grato de su infancia. Y es que, siempre que hacemos el bien a los demás nos beneficiamos a nosotros mismos.
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