En un lujoso palacio vivía un señor que cada día salía a pasear por sus propiedades. En estas caminatas siempre iba acompañado de su perro, un animal corpulento y fiero, una viva imagen de su propietario. Dadas estas características, en todo momento lo llevaba atado con una correa. Y es que cada vez que el animal se encontraba de frente con otro can, empezaba a tirar con fuerza con la intención de atacarlo. En esas ocasiones, el señor sabía cómo calmarlo, hablándole con suavidad y acariciándolo.
Pero un día el hombre decidió encargarle a un nuevo criado que pasease a su mascota. Como éste no estaba advertido del comportamiento del animal, no tomó ninguna precaución y, cuando se cruzaron con otro hombre que paseaba a su perro, el fiero can le arrastró y se escapó. En cuanto el animal vio que estaba suelto hizo un amago de atacar, pero titubeó: <<¿Y si ese perrillo, al que podría matar de un mordisco, me muerde y me causa una herida? Lo dejaré estar por hoy>>, pensó. Y desde aquel día el animal se acostumbró a pasear suelto sin atacar a nadie y, de paso, enseñó a su dueño la forma más sabia de gobernar: a menudo se consigue mucho más dando libertad a la gente que imponiendo estrictas reglas.
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