Erase una vez, en un pueblo de la costa, un hombre al que encargaron la misión de alumbrar el faro. Con tal cometido, sus jefes le daban una vez al mes aceite para mantener la llama encendida. Todo parecía la mar de sencillo, así que se puso manos a la obra.
Llevaba pocos días desempeñando su trabajo a la perfección cuando una vecina del pueblo le pidió aceite para la estufa de su casa, que estaba helada. Él no tuvo inconveniente y le dio una garrafita. Días después, se acercó al faro un señor que necesitaba aceite para su lámpara porque su casa era muy oscura y salió de allí con lo que necesitaba. Finalmente, otro hombre le pidió aceite para lubricar una de las ruedas de su coche y, como hiciera con los anteriores vecinos, le cedió generosamente cuanto necesitaba.
Faltaban unos días para acabar el mes y el fato se apagó. Como consecuencia, varios barcos embarrancaron. Sus jefes le dijeron: <<Te dimos el aceite para una sola cosa: mantener el faro encendido>>. Y a continuación, le despidieron.
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