Una vez un sultán se llevó a sus mejores cortesanos a disfrutar de un crucero por las aguas tranquilas del golfo Pérsico. Todos se mostraban encantados de ser sus invitados, menos uno, que jamás había visto el mar y había pasado toda su vida en las montañas. Este hombre sufrió un ataque de pánico nada más abandonar el puerto y se encerró en la bodega de la nave, donde no paró de llorar y lamentarse e incluso se negó a comer y beber.
Su comportamiento estaba arruinando el crucero a todos los pasajeros, pero el sultán no sabía cómo hacer entrar en razón al cortesano. Para fortuna de todos, el más sabio de los ministros del reino se dirigió a su señor diciéndole: <<Si su alteza me da permiso, yo conseguiré calmarlo>>. Y, a continuación, mandó que tirasen por la borda al atormentado cortesano. Cuando el hombre vio que nadie le salvaría de morir ahogado empezó a dar fuertes brazadas y, aunque tragó mucha agua, llegó hasta el barco, desde donde fue izado. A partir de ese momento, no sólo dejó de quejarse, sino que todo le pareció maravilloso.
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