En un rincón del bosque y protegido por unas zarzas, yacía un ciervo, que había sido herido por un cazador. Allí fue a para, renqueante y débil, por la tranquilidad del lugar y la abundante hierba. Un conejo oyó los gemidos de dolor del ciervo y se acercó a ver qué le ocurría. Al descubrirlo, así de desvalido, le dio tanta pena que cada día iba unos minutos a hacerle compañía y, como lo comentó con algunos de sus amigos, pronto el lugar fue de lo más concurrido.
Con tanta animación, el ciervo se sentía cada día más feliz pero, en realidad, muchos se acercaban hasta el lugar más atraídos por la fresca hierba que con el propósito de hacerle compañía. Pero cuando el alimento se acabó, también empezaron a disminuir las visitas.
El ciervo, de nuevo solo y ahora sin alimento, perdía fuerzas día tras días, hasta que un granjero, atraído por sus dolorosas quejas, apartó las zarzas y lo encontró desfallecido sobre el suelo pelado. "¿Qué te sucede?", le preguntó. "Tengo hambre. Los amigos que me visitaron se comieron toda la hierba".
El granjero le dio de comer un haz de la hierba más fresca del bosque y le dijo: "Ten siempre cuidado con los amigos cuyo afecto está ubicado sólo en el estómago".
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