Anna Karenina, mujer enérgica y honrada, queda prendada del caballero y militar Vronsky hasta romper con las costuras de su propia condición de mujer casada, en una sociedad aristocrática rusa decadente, falta de valores y preñada de hipocresía. La protagonista es capaz de trascender su propia historia, las costumbres sociales, un marido de alta alcurnia e, incluso, en el más doloroso de los casos, a su propia hijo. Todo por ese enamoramietno.
No obtante, su incondicional entrega se corresponde a medias con la de su amado. Aunque al principio Vronsky se desboca por lograr su apreciado trofeo, luego caerá en lo que Schopenhauer advirtió: el aburrimiento. Allí donde ella empuja, él solo frena. Allí donde nació la pasión, ahora pervive la frustración. Se hizo realidad la visión de que en-amo-miento, es decir, que los estados afectivos alterados filtran una manera de ver el mundo errónea. Fiarse solo de los sentidos conlleva después el doloroso ejercicio de abrir los ojos y no reconocerse. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo se puede estar tan ciego?
No sería justo culpar a la desairada Karenina, puesto que puso toda la carne en el asador. Se entregó. Se rindió a la pasión y quiso creer que su altivo caballero la seguiría al fin del mundo. El delito de Anna, su único y gran error, fue su inmediatez, dejarse llevar por sus sentimientos sin tener en cuenta los de los demás. Con algo más de paciencia, con algo más de cordura y con los ojos bien abiertos se hubiera dado cuenta de la inconsistencia de su amado. Pero eso es lo que ocurre cuando solo hay pasión: mucha intimidad y muchas hormonas, sin tiempo de que crezca una verdadera raíz fruto del vínculo.
Anna Karenina se condenó por su empeño en querer a quien no la podía querer. Ese es su síndrome, el que sufren los que aman ciegamente, es decir, sin darse la oportunidad de encontrarse con el otro. Aman una idea y aman sus propias sensaciones. Pero no se dan cuenta de quién tienen delante, porque solo pueden ver su propio reflejo, como Narciso. Embriagados por la euforia confunden el amor a sí mismos con el amar.
por XAVIER GUIX
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