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lunes, 20 de enero de 2014

La mujer que no quería amar

Sarah L. va a irse de fin de semana con su novio, pero en el último momento decide quedarse con sus amigas a ver la televisión. Sorprendidas, estas la animan a que recapacite al respecto. “Te lo pasarás estupendamente yéndote con Alex de fin de semana”, le dicen. Pero Sara sigue en sus trece. “Simplemente, no me apetece”, responde.

Aunque era atractiva, ingeniosa y triunfadora, Sarah vino a verme porque se sentía estancada: con 35 años, estaba preparada para casarse y confiaba en formar una familia. Durante los últimos años había conocido a hombres que consideraba “prometedores”, pero ninguna de sus relaciones había durado. No podía decir exactamente por qué, pero tenía la sensación de que estaba echando a perder sus oportunidades.

-¿Por qué no fuiste?- le pregunté.

-Le veo demasiado entusiasmado- me respondió sin convicción-. Solo puedo decirle lo que le dije a él: “Preferiría no hacerlo”.

La frase de Sarah me sorprendió; me sonaba familiar, pero no recordaba de dónde procedía. De pronto, me acordé. Es el latiguillo de un personaje literario: Bartleby, el escribiente, cuyo nombre da título a un relato de Herman Melville publicado en 1853. El protagonista de la historia es tan extraño que es difícil saber exactamente lo que Melville quería que sus lectores pensaran de él.

La historia está narrada por un abogado, que contrata para su bufete de Wall Street a un escribiente, o copista legal, de nombre Bartleby. Este trabaja sentado en un pequeño escritorio detrás de un biombo, con un única ventana que da a una pared de ladrillo. Poco después, Bartleby comienza a responder a las peticiones, más que razonables, del abogado con las palabras: “Preferiría no hacerlo”. Hasta que, finalmente, deja de realizar toda actividad. Mientras los otros empleados trabajan, comen y beben, Bartleby se dedica a mirar en silencio por la ventana. Nunca sale de la oficina, y su presencia resulta tan insoportable que el abogado se ve obligado a trasladar su bufete. Como los nuevos propietarios tampoco pueden echar al espectral Bartleby, el abogado vuelve y trata de ayudarlo.

-Bartleby- dijo, en el tono más amable que pudo adoptar en tan extrañas circunstancias -, ¿por qué no viene a casa conmigo, no a mi oficina, sino a mi casa, y se queda allí hasta que lleguemos a un arreglo conveniente para todos? Venga, vámonos ya.

-No, por el momento, preferiría no hacer ningún cambio.

Desesperado, el abogado se marchó. Finalmente, la policía se llevó a Bartleby y lo metió en la cárcel, conocida como Las Tumbas. Cuando el abogado fue a visitarlo, Bartleby se negó a hablar o a responder a sus súplicas de que comiera algo. Al cabo de unos días, regresó y encontró a Bartleby acurrucado al pie del muro de la prisión, mirando hacia las piedras, muerto.

La negatividad –el estado mental de preferiría no hacerlo- es nuestro deseo de darle la espalda al mundo, rechazando todo tipo de necesidades y apetitos. Bartleby mira continuamente hacia “la pared de ladrillo”, “la pared muerta”, la pared ciega”, “el muro de la prisión”. El subtítulo de Bartleby, el escribiente es Una historia de Wall Street, la calle del Muro. Bartleby está rodeado de comida –Melville pone incluso nombres de alimentos a sus tres compañeros de trabajo, Turkey (pavo), Ginger Nut (galleta de jengibre) y Nippers (tenazas de langosta)-, pero se niega a comer y al final se deja morir de hambre.


El abogado hace varios intentos para engatusar a Bartleby y sacarlo de su retraimiento, pero resulta que ayudarlo no es tan fácil. De hecho, la historia insinúa una oscura verdad: la ayuda del abogado es la que hace que la situación de Bartleby empeore.

Yo interpreto Bartleby, el escribiente como un retrato de la lucha continua que se libra en el corazón de nuestro mundo interior. Dentro de cada uno de nosotros hay un abogado y un Bartleby. Todos oímos en nuestro interior una voz que nos anima –“Hagámoslo ahora, ya”- y otra voz negativa que se opone y responde: “Preferiría no hacerlo”. Cuando estamos atrapados en las garras de la negatividad, perdemos el apetito por toda conexión con la humanidad. Nos convertimos en Bartleby y transformamos en abogados a los que nos rodean. De manera inconsciente, arrastramos a los demás para que defiendan nuestro caso por nosotros.


Tomemos como ejemplo el caso de una adolescente anoréxica y su madre. En el rechazo de la joven a comer oímos a Bartleby; en la súplicas nerviosas de su madre, el abogado. Al igual que Bartleby, la anoréxica parece no angustiarse por el agravamiento de su situación. Su ansiedad –que es su motivación para el cambio- ha encontrado una vía de escape a través de su madre. Puede que oigamos hablar a dos personas, pero no es un diálogo lo que sostienen: el conflicto interno de la hija encuentra su voz en dos personas diferentes. Según mi experiencia, si esta situación persiste, si las dos continúan representando a  Bartleby y al abogado, llegarán a obtener un resultado similar.

Cuando Sarah me contó que había decidido no marcharse con Alex, estuve tentado de intentar persuadirla. Al igual que el resto, el psicoanalista se ve atrapado en el papel del abogado; sin embargo, nuestro trabajo consiste en encontrar una pregunta que resulte útil. Nuestra arma contra la negatividad no es la persuasión, sino la comprensión. ¿Por qué este rechazo? ¿Por qué ahora? Alex no había hecho nada especialmente malo; de hecho, durante el tiempo que Sarah había dedicado a conocerlo, Alex había demostrado ser una persona sensata y de confianza. La que cambió fue ella.


De manera consciente, Sarah quería conocer a alguien y enamorarse, pero, a nivel inconsciente, la historia era muy distinta. En ese nivel más profundo, el amor significaba una pérdida de su autonomía, de su trabajo, de sus amigos; significaba verse vaciada, desdeñada y poseída. De forma gradual, recuperando recuerdos de sus primeras pérdidas dolorosas y de la profunda desesperación que había sufrido al finalizar su primera relación, empezamos a comprender el origen de las barreras de Sarah. De forma involuntaria, Sarah se mostraba negativa porque entregarse a las emociones y a los afectos entrañaba una pérdida, no una ganancia. La negatividad de Sarah era una reacción a sus sentimientos positivos y afectivos hacia Alex: una reacción a la posibilidad de amar.

por STEPHEN GROSZ

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